Déjà Vu

Déjà Vu

Vino a mí súbitamente, como un déjà vu. Ya saben a lo que me refiero, así como de repente. Acababa de bajar del colectivo y empecé a caminar esas pocas cuadras que separan mi casa de la parada. No sé cuál fue el mecanismo que desencadenó ese recuerdo. Creo que leí en algún lado, que a veces uno ve determinadas cosas y las asocia con un recuerdo en particular; incluso puede ocurrir con olores y demás sentidos. Pero, como dije,  no sé exactamente qué fue lo que me hizo recordar específicamente eso, justo aquella tarde y no otra.

Mi nombre es Julián Morales, dicho sea de paso, y tengo 34 años. Quizás no haga falta explicar todo esto, dirán ustedes. Y puede que sea cierto.  Pero de todas maneras siento que si no, podrían confundir estas líneas con una simple historia. Y yo, señoras y señores, soy una persona de carne y hueso. Así como ustedes. Y lo que ocurrió no es una simple historia. En ese tiempo trabajaba en una clínica oftalmológica en San Cristóbal, gracias a poco más de siete años de estudios para obtener mi licenciatura en Bioquímica, a la no-tan-tierna edad de veintisiete años. No era que me costara en particular, y tampoco me parece que necesitara excusarme frente a nadie, pero finalmente comprendí que la mayoría de los docentes no podían concebir el hecho de no seguir con el plan de estudio estipulado. Muchos de ellos ni siquiera comprendían el concepto de tener que trabajar y estudiar, ya que no todos nos podíamos dar el lujo de una educación totalmente financiada por nuestros padres. Bueno, lo último que pensaba era escribir una crítica sobre mis profesores de la universidad, pero creo que esto también ayuda a lo que quiero contar. Digo, que le impronta cierta veracidad que siento necesaria transmitir.

Estaba caminando, mirando nada en particular, cantando bajito una canción, cuando recordé la frase. Incluso me sonó con el mismo aire parsimonioso y profundo con el que el pequeño diablo la decía. Se trataba de un programa de televisión que daban cuando era chico; no debía de tener más de seis años cuando lo pasaban. Mi abuela cuidaba de mí y de mi hermano menor todos los sábados por las tardes ya que mi madre trabajaba turno completo como empleada administrativa en un hospital en el centro, salvo los domingos. Y de mi padre mejor ni hablar. Así yo pasaba los sábados, mirando la tele y jugando con mi hermano. Recuerdo que a eso de las cuatro de la tarde me prendía al televisor como una sanguijuela para mirar los “dibujitos” (como les decíamos en esa época los de mi edad) y luego– no sé exactamente a qué hora– empezaba susodicho programa. Sé que a las seis mi abuela miraba “la película” de la tarde y teníamos terminantemente prohibido interrumpir de cualquier manera aquel ritual. Y digo la película, así entre comillas, porque, aunque cada sábado era una diferente, al final, todas trataban de lo mismo. Una insulsa y cursi historia de amor, de esas que no podrían estar más alejadas de la realidad, donde todos terminan de la manera más predecible, comiendo perdices y no sé qué otra estupidez más. Igual, así como yo no me movía durante esas dos horas de enfrente del televisor, era imposible arrancar a mi abuela (Dora, e insistía, sin éxito, que la llamemos por su nombre; muy coqueta la abuela y hasta creo que se había sacado un lustro de edad como mínimo) del aparato, a menos que se tratara de una verdadera emergencia. Tampoco quiero terminar acusándola de negligente; una vez, un juego bastante estúpido terminó con mi hermano con un brazo roto (éramos unos animalitos) y mi abuela actuó realmente como se debía o incluso mejor. Pero creo que nunca nos perdonó que por nuestra culpa se perdiera el final de su irritante película. Disculpen si me voy por las ramas con demasiada frecuencia, supongo que será herencia materna. Pero quizás sea simplemente otro intento de dilatar lo más posible escribir sobre los hechos que me ocurrieron a partir de aquel recuerdo, tal vez producto del caprichoso azar.

En resumen: volvía de trabajar, bajé del colectivo y una frase vino a mi mente tan vívida como cuando la escuchaba todas las tardes en el living de mi casa: “NUNCA… CONFÍES… EN LA… OSCURIDAD…”; Tan sólo recordarla, hizo que se me pusiera la piel de gallina. Espero que no crean que era alguna especie de masoquista o algo así cuando era pequeño.  Es cierto que me daba un poco de miedo, pero en realidad, en perspectiva, no era la frase lo peor de todo. El programa se trataba de un niño, el cual vivía en un pueblo llamado Pupa Domus (o puede ser que sea el nombre de la casa en la cual habitaba) y coincidía con el nombre del show. El crío se llamaba Bill o Gil o algún nombre por el estilo. Creo que aparentemente vivía solo, porque nunca estaban los padres. De hecho nunca aparecieron adultos en el programa si mal no recuerdo. Al parecer el pequeño Bill (o Gil) no tenía amigos de ‘carne y hueso’, por lo que una cantidad de muñecos de trapo y marionetas horripilantes que alguna vez había encontrado en un baúl viejo, cobraban vida y lo acompañaban. El mejor amigo del niño era un muñeco llamado Lil’ Jimmy, y era un grotesco engendro, al mejor estilo Frankenstein, hecho de distintos pedazos de otros muñecos (bajo presupuesto, imagino), y cuya cabeza parecía provenir de un antiguo muñeco de porcelana que le daba un aspecto todavía más perturbador. Realmente no puedo entender cómo mi abuela me dejaba ver un programa tan horrible, pero supongo que no le habría parecido tal. Quizás si lo viera ahora, de grande, me parecería más gracioso que otra cosa. 
Otro personaje era el ya mencionado muppet diabólico, el cual estaba vestido (tradicionalmente) de rojo, y hasta tenía una pequeña barba triangular pegada debajo de su labio inferior y todo. Él era el encargado de decirle la célebre frase al niño cuando, inmerso en alguna aventura, debía adentrarse en algún lugar tenebroso y oscuro. Lo que recuerdo también era la horrible sensación cuando a veces los protagonistas (sí, incluso también los muñecos con sus ojos de vidrio) se quedaban mirando hacia (lo que se supone que sería) la cámara. Los ojos del niño, maquillado con ojeras y vestido como de la década de los ’50, a veces parecían verme a mí directamente. Y como si no fuera suficiente, también estaban los malvados: otros muñecos igual de espantosos que hacían maldades. El jefe se hacía llamar el “Come-almas”…  Y si esto no era un buen combustible para pesadillas, que alguien me diga qué sí lo es.

Claramente no pensé todo aquello en el trayecto desde la parada del colectivo. Fue sólo la frase, y hasta que llegué a casa no dejé de pensar en ella. Estaba por meter la llave en la cerradura y me vino la imagen del niño y su (horripilante) amigo. Era como que lo había olvidado todo y las cosas iban surgiendo de a poco, como un pequeño gotero de imágenes. La idea general estaba, pero era como la sensación de tener una palabra siempre en la punta de la lengua y no poder pronunciarla correctamente. Una vez dentro de mi casa, dejé de pensar en todo aquello, al ver que mi hijo (único, por ahora) me venía a saludar corriendo como todas las tardes. Nacho (mi hijo), me abrazó del cuello con una fuerza que me sorprendió, como siempre lo hacía, para un nene de apenas cinco años. Me dio un beso, arrugó la cara al alejarse y mirar mi (recientemente) crecida barba y salió disparado para mostrarme el nuevo muñeco que le había regalado mi cuñado (el hermano de mi esposa), siempre encontrando alguna forma de malcriarlo. Pasé a la cocina, aspirando profundamente por la nariz, anticipándome al olor a café recién hecho. Y ahí estaba mi mujer parada en frente de la cafetera. Siempre lo mismo, todas las tardes. Quizás haya gente que la rutina  le disguste y le aburra. A mí me da cierta estabilidad saber casi con seguridad lo que se viene. No es que no sea capaz de improvisar de vez en cuando, pero creo que un poco de estabilidad no le hace mal a nadie. Me lavé las manos, y sin decir nada la abracé por detrás y le di un beso en la mejilla. 
“Hola… ey… mmh esa barba…” dijo; al parecer no era muy popular mi nueva imagen. “¿Cómo estuvo el trabajo?”. A modo de respuesta simplemente la apreté contra mi cuerpo, pasando mis manos por su vientre, cada día un poco más crecido y hundí mi cabeza en su cabello e inspiré fuerte.
“Alguien está cariñoso hoy, parece…” dijo en tono burlón y luego continuó “…Así que creo que voy a tener que hacer algo al respecto más tarde, pero por ahora, vas a tener que aguantarte, porque vienen papá y mamá a comer y tengo mil cosas para hacer todavía”. Se desasió con delicadeza y se fue directo a la heladera y empezó a revolver los alimentos, al parecer buscando algo en particular. 
La noche pasó sin más (bueno, y ciertos acontecimientos que prefiero guardarme para mí), pero desde aquel día el tema del extraño programa estuvo siempre en algún rincón de mi cabeza. Ya sea durante la semana o las guardias o en casa. Era como si inconscientemente  no pudiera olvidarlo jamás; estaba constantemente presente. Pero no era algo que me preocupara. No es que sintiera miedo ni nada parecido. Ni siquiera me molestaba. Era más bien como la sensación de que tenía que llamar a algún amigo urgentemente pero seguía posponiéndolo, por hacer otras cosas, o vaya a saber uno por qué. Difícil de explicar, pero espero que alguno de los lectores haya, al menos, empezado a comprender la sensación que aquello me generaba.

Luego de un tiempo empecé a buscar información fuera, ya que parecía que mi memoria había llegado a su límite; y claramente lo más cómodo que existe para eso es el Google. Busqué por muchas páginas donde alguna que otra persona (imagino de mi edad) preguntaba sobre el tema, pero casi nadie contestaba, salvo para decir que nunca habían escuchado de un programa con tales características. En ese momento no me acordaba de casi nada, nombres ni mucho menos y eso hacía la búsqueda todavía más complicada. Llamé a mi hermano, con la excusa de que hacía mucho tiempo que no sabía nada de él, y como quien no quiere la cosa deslicé el tema casualmente. No contaba con más de cuatro años para ese entonces y no recordaba nada de esa época, más allá de lo que le contamos alguna vez. Era de esperar, pero tenía que probarlo. Entonces pensé en mi abuela. Claramente ella había estado todas las tardes cuando yo veía aquel programa. Quizás no haya prestado suficiente atención pero algún que otro detalle debía recordar. Sólo había un pequeño problema con eso. Y con pequeño me refiero a un problema demasiado difícil de sortear. Mi abuela (que acusaba unos 84 –más menos 5 –años) sufría de demencia senil. En sí, se trata de un ensanchamiento de las paredes arteriales debido a depósitos de colesterol. Eso provoca pequeños ataques isquémicos porque no llega la sangre suficiente al cuerpo. En particular, en el cerebro, el centro de la memoria se ve afectado ya que por la falta de oxígeno, el tejido cerebral se deteriora irreversiblemente. Hacía unos quince años había empezado con pequeños olvidos como no tomarse la pastilla para la presión (o peor, tomarse varias por no acordarse haberla tomado), y el problema fue escalando increíblemente rápido. Se tomaba el colectivo que no era, iba a comprar dos veces o más todo. Y para ese tiempo su (segundo) marido había muerto y ella vivía sola en una casita en Villa Crespo. Muchas veces me  confundía con mi viejo (muy a mi pesar me parezco bastante) sobre todo en los últimos años. Debido a su enfermedad ya ni se acordaba de ir al baño y cosas por el estilo. Entonces decidimos trasladarla a un geriátrico que pudiéramos pagar. Al principio fue difícil, pero no voy a negar que luego me acostumbrara a la idea de que mi abuela estuviese en algún lugar siempre bajo supervisión y no tener que ir yo hasta la casa y chequear varias veces por semana. Pero hay que comprender que la vida viene como se le canta, y hay que aceptarla y yo qué sé qué otras cosas más se dicen. Otra vez el divague. Así que decidí ir a visitarla para intentar algo distinto; después de una guardia del sábado, a eso de las cuatro de la tarde, salí disparado al geriátrico. Ya había empezado a refrescar para entonces y recuerdo el frío en las manos al salir de la clínica. Caminé rápido hasta la parada del colectivo, para entrar en calor. Habré tardado unos 45 minutos en llegar, pero por algún motivo me sentía nervioso, y me parecieron horas.  Como antes de dar un examen o algo así. Ridículo, pero así fue. Llegué y pasé por la puerta y una señorita en la recepción me reconoció. En una ocasión me dijo que le parecía muy lindo de mi parte visitar a mi abuela, y hablamos por un rato de la vida. Ella era enfermera y se repartía entre el trabajo del geriátrico y un hospital de la zona donde vivía. Yo ahí le conté sobre mi trabajo; y además teníamos algunas cosas más en común, como la música que nos gustaba, y el hecho de que éramos de la misma edad. A través de mis visitas, se había generado un vínculo difícil de explicar. O todo lo contrario. Y no voy a ser un hipócrita: ella realmente es hermosa. Se levantó de su asiento, rodeó el mostrador y avanzó hacia mí con los brazos abiertos
“Juli…!” Dijo; aunque odio que me llamen así, nunca se lo dije. Siempre me pareció innecesario. Me abrazó y yo también a ella. Cerré los ojos. Pude sentir su perfume por un segundo y luego nos separamos y ella  continuó, con una sonrisa:
“… Qué raro verte acá un sábado… ¿pasa algo?”
“No, no, sólo vine a ver a Dora, no sé… se me ocurrió…” porque yo tenía aceptado que estaba obsesionado con un absurdo programa infantil, pero dudo que los demás se lo tomaran tan a la ligera.
“Bueno, qué suerte que se te ocurrió…” me respondió sin que su sonrisa abandonara su cara un segundo y siguió; “… Está en la sala jugando al solitario con las cartas… bueno ya sabés dónde es.” 
Asentí con una sonrisa, y me di la vuelta. Caminé unos pasos y me detuve. Giré sobre mis talones y ella estaba todavía ahí, con su sonrisa.
“Por casualidad… Digo, vos que sos más vieja que yo te acordás más…” ella soltó un suspiro y luego rió mordiéndose el labio inferior, uno de sus tantos gestos atractivos. Es apenas 5 meses más grande que yo. “… No te acordarás de un programa cuando eras chica… uno que trataba de muñecos y un pibe… No ¿No?”
Entrecerró los ojos y miró hacia la pared por unos segundos 
“Qué... ¿Los Muppets?”
“Dale no te hagas la pendeja, dije cuando eras chica…” y me empecé a reír, y, a duras penas, la terminé contagiando a ella también. “Bueno no importa, es una estupidez después de todo” aunque sentía que se trataba exactamente de lo opuesto.
“Estás muy mal de la cabeza, ¿Sabías?” dijo ella entre risas.
“si”, le respondí yo poniendo cara de serio. 
Avancé a través del vestíbulo y ahí la vi a mi abuela sentada con las cartas… El juego era un desastre. Claramente no se acordaba cómo jugar y había inventado sus propias reglas. Iba ganando.
“Hola Dora…” dije y me senté al lado de ella. Ya no dejaba que le dieran besos ni que la tocaran. Se ponía histérica y además la tenían asida a la silla de ruedas con una correa porque insistía permanentemente en escaparse, y ya había sufrido varios golpes por su precario equilibrio. A esa edad un golpe así puede ser muy peligroso. La oía murmurar algo, no sé bien si estaba rezando, o simplemente estaba hablándose a sí misma. Tomé una carta y la levanté y eso pareció llamarle la atención. Levantó la mirada, pero sus ojos parecían vacíos. Como si me mirara a través de un velo que le dificultara la visión.
“¿Rafa…?” dijo ella con un hilo de voz, como si no hubiese hablado hace mucho tiempo. Mi viejo, una vez más. “¿Qué hacés acá que no estás en la escuela? Mirá que le digo a tu padre y se arma eh…”.
“No, Dora, soy Julián, tu nieto…” dije mirándola, y ella me miraba pero distante, como en otro tiempo, indistinguible para los que vivimos en una realidad demasiado real. “… ¿Te acordás?”.  
Entrecerró los ojos por un momento y luego siguió con su murmullo ininteligible y jugando a su juego de naipes. Yo dejé la carta en dónde la había encontrado. Me acuerdo que era el 6 de espadas. No sé qué tiene que ver, pero lo que uno se acuerda no tiene nada que ver con nada, y eso parece ser la constante de mi relato.
“Dora”, seguí con mi intento de traerla de vuelta, “¿Te acordás de un programa de tele que veía yo cuando era chico, cuando nos cuidabas a la tarde?... Dora… Abuela…”
No había respuesta. Pero de todas maneras era el resultado más viable, teniendo en cuenta el estado de mi abuela. Me habré quedado quince minutos más viéndola jugar y luego simplemente me levanté y me fui. La chica de la recepción estaba hablando por teléfono, y para no interrumpirla la saludé de lejos. Ella me hizo una seña con la mano como que esperara. Me acerqué y tapando el micrófono del aparato con la mano me dijo:
“¿Ya te vas?...” Dijo, Parecía estar juntando fuerzas para decir algo más: “Bueno, quizás algún día, si tenés tiempo o ganas podríamos…”
“Hacer algo…” La interrumpí.
“si… tenés ganas… no sé” dijo ella esquivando la mirada.
“si, me encantaría… Pero sólo si tengo ganas…” A veces para romper la tensión suelo decir alguna frase estúpida, intentando sonar gracioso. Aquel claramente no fue el mejor ejemplo, pero igualmente logré sacarle una pequeña sonrisa, seguido de un incómodo silencio.
Tomé aire, exhalé ruidosamente por la nariz, y me despedí con un “nos vemos” al tiempo que ella volvía al teléfono.  

Llegué a mi casa cansado, pero en realidad estaba más frustrado que otra cosa. En algún lugar de mi mente pensaba –estaba seguro –que mi abuela finalmente iba a echar alguna luz sobre el asunto. Entré al comedor y vino Nacho corriendo, me saludó brevemente porque estaba mirando algo en la tele. Mi mujer estaba terminando de llenar una hoja de cálculo en su computadora portátil, seguramente trabajo extra que se había traído a casa el fin de semana. Yo por mi parte me fui a la computadora y me senté en el sillón con ruedas y brazos que estaba frente a ella. Me quedé mirando la pantalla con la mano derecha apoyada sobre el mouse por no sé cuánto tiempo. El fondo de escritorio era una foto de nosotros tres de las últimas vacaciones en la costa. Pensé que quizás sea hora de volver a hacer algo de deporte. Pero mi mente, caprichosa, volvió rápidamente a los niños pálidos y a los muñecos con ojos de vidrio fríos y muertos. En un movimiento rápido clickeé el navegador y puse en la pestaña del Google Pupa Domus. No sé cómo ni por qué, pero de repente me vino eso a la mente. Increíblemente había podido recordar el nombre del programa. Estuve navegando por algunas páginas muy parecidas –sino las mismas –a las que ya había visitado, hasta que encontré un foro en el cual se estaba discutiendo fervientemente los programas de tv de la época. Uno de los temas era Pupa Domus.  
En las dos semanas siguientes me dediqué un ratito todos los días después de volver de la clínica e incluso luego de la guardia semanal que abarcaba toda la noche del viernes hasta el sábado al mediodía, para investigar un poco sobre el programa. Así me fui enterando poco a poco de los nombres y los detalles, e incluso de los demás personajes que mencioné más arriba. Al principio fue muy satisfactorio encontrar gente en otro lado de este mundo que había visto, como yo, dicho show. Ya estaba por volverme loco, pensando que había inventado todo en mi mente. Pero, aunque se suponía que mi entusiasmo por el tema debería haberse visto impulsado debido a los nuevos hallazgos, eventualmente me hizo darme cuenta lo ridículo que había sido obsesionarme tanto con un simple programa de otra época. Conforme pasaban los días mi mente se calmó y empecé a ocuparla con otras cosas más normales, si entienden lo que digo. Quizás en algún momento tomara suficiente valor para contárselo a algún amigo o a mi esposa, bromeando, para no sentirme tan imbécil por haberme dejado llevar de esa manera por un capricho más propio de un chico de la edad de mi hijo que de un hombre de mi edad.
Así entonces pasaron unas semanas sin que pensara tan sólo una vez en ese estúpido programa de televisión. Un sábado a la mañana, durante una guardia inusualmente tranquila, me sorprendí a mí mismo pensando en la chica de recepción del geriátrico. Pasé de una asociación a otra hasta que finalmente decidí ir a visitar a mi abuela, ya que hacía más de un mes que no la veía y aunque no lo crean, algo de conciencia me queda todavía. 
Salí de la clínica y me fui directo a visitar a mi abuela. Justo recordé, por algún motivo, que la última vez que la había visitado, había sido un sábado también. Traté de obviar el hecho que mi intención había sido preguntarle sobre cuando nos cuidaba y no simplemente visitarla. 
Cuando llegué, en recepción se encontraba una mujer regordeta con el pelo atado con excesiva fuerza y hacía que su aspecto pareciera sumamente rígido. Me resultó vagamente familiar ya que la había visto un par de veces antes, pero de mañana. Me acerqué al mostrador, me apoyé en él, y le dije a quién venía a ver y, de paso, pregunté si sabía algo de la chica que se supone que trabajaba durante la tarde. Me dijo que no tenía idea pero que suponía que estaba enferma, y al mirar mi anillo en el dedo anular de la mano izquierda, me miró con desaprobación y meneando la cabeza dio por terminada  la conversación. No había frase en mi diccionario para romper este tipo de silencio incómodo. Simplemente le di las gracias y me dirigí al salón donde se encontraba mi abuela. Esta vez nada de solitario inventado ni dominó ni nada. Simplemente estaba sentada (atada) frotándose una mano con la otra y luego cambiaba de la derecha a la izquierda y así sucesivamente. Me acerqué y me senté en frente de ella en un sillón de cuero que resultó ser muy cómodo. 
“Hola, Dora” le dije suavemente, “¿cómo estás? Hacía mucho que no venía, ya sé. Pero últimamente tuve unos días complicados” mentí. Pero ella qué iba a saber. Me miró esta vez, pero había algo distinto. Sus ojos negros me miraban a mí directamente, y no había rastros de aquel velo que la mayoría de las veces entorpecía su juicio. Me sonrió y detrás de esa sonrisa reconocí a mi abuela. A veces ocurrían episodios de estas características, sobre todo con personas más grandes. Lo había visto con mi vieja, y algunas amigas de ella que la visitaban. Yo cambié mucho mientras su enfermedad avanzaba y supongo que le resultaba un tanto más difícil reconocerme.  
“¡Nene!” me dijo… El corazón me dio un vuelco y me sentí profundamente arrepentido por no visitarla más seguido. 
“¿Sabés quién soy Dora?” me aventuré a preguntar.
“¿Cómo no voy a saber? Sos Julián, mi nieto” me respondió y se inclinó hacia mí y me puso ambas manos en las mejillas y continuó “…mmh esa barba nene…” 
Bueno. En el único arrebato de cordura, mi abuela me criticó la barba. Supongo que era hora de afeitarla, si representaba una ofensa tan grande hacia la sociedad. Pero no paró ahí. No señores. Aún faltaba lo mejor.
“Todavía me acuerdo cuando iba a cuidarlos a vos y a Juancito… ¡eran tan chiquitos!, y se portaban tan mal… Y vos siempre a la tarde insistías en mirar la tele…” me dijo, como respondiendo una antigua pregunta formulada hace un tiempo ya, y siguió “… No puedo creer como eras capaz de pasar una hora entera frente al televisor mirando simplemente la estática… sólo puntitos negros y blancos, pero vos te quedabas ¿eh? Te quedabas… cuánta imaginación…”
“¿De qué…?” Pero yo sabía exactamente de qué me estaba hablando.
“…Cuánta imaginación… ay, estos chicos de ahora, te digo, Rafa, están en la droga. Llamá a papá que me quiero ir, no me gusta esta fiesta, está aburrida… ¡Rafa! Llamá a papá que nos vamos…” y bajó la vista y empezó de nuevo con su murmullo ininteligible y a frotarse las manos como una mosca. 
Casi con miedo le pregunté: “Dora… ¿podés repertirme lo que acabás de decir?” y sin parpadear contuve el aliento. Acerqué una mano, con bastante inseguridad, y le toqué la suya. Gran error. Ella ya había vuelto al modo locura, y al mínimo contacto empezó a gritar y a moverse como si estuviese teniendo una convulsión. Gracias al cielo estaba atada. Rápidamente dos enfermeros del tamaño de roperos la sujetaron mientras otro le suministraba algún tipo de sedante con una jeringa, lo que pareció calmarla finalmente. Después de todo la vieja conservaba su fuerza porque los dos hombres se la llevaron a su habitación dormida, y uno de ellos jadeaba. El otro había recibido una patada en la rodilla y se notaba que le dolía. El tercero vino a disculparse por la escena. Aunque yo sabía que la culpa era exclusivamente mía. Me quedé un rato más hasta que me confirmaran que todo iba bien con Dora.
Salí del geriátrico y mi mente repasó rápidamente las palabras que me dijo mi abuela. En realidad no se podía decir que eran confiables. Probablemente simples locuras, dentro de esa indefinida línea que separaba en su mente lo real de lo que no lo era. Por lo menos me había reconocido, y me prometí a mi mismo ir a verla al menos una vez cada semana. Y llevarlo a Nacho para que lo conociera. Sí, sonaba como una buena idea. 
Llegué a casa a eso de las cinco y tuve la sensación de haber vivido ya esta escena un par de sábados atrás: mi mujer sentada con su laptop, seguramente con trabajo extra para el fin de semana. Lo único que faltaba era que mi hijo viniera corriendo a saludarme. Saludé a mi esposa y le pregunté por Nacho. Me dijo que estaba en el living. Supuestamente indignado me fui a ver qué estaba haciendo. Estaba sentado frente a la tele y, haciéndome el enojado iba a preguntarle cómo es eso de que ya no saludaba a su padre, cuando noté que estaba hablando.  Hablando hacia el televisor.
“… en la… oscuridad…” decía. Y luego rió con fuerza.
Me quedé de piedra. Me dio un escalofrío en todo el cuerpo y sentí que me sudaban las palmas de las manos. Tragué con dificultad y el nudo pasó a estar en el estómago. No era lo que dijo en sí lo que provocó mi reacción. Mis ojos estaban clavados en el aparato. Lo único que se veía era la pantalla azul con que los televisores nuevos indican que no hay señal. En reemplazo de la lluvia de los modelos más antiguos. Puntitos blancos y negros. Por primera vez en mucho tiempo, me sentí realmente asustado y todo comenzó a girar rápidamente a mí alrededor. Cerré los ojos, apoyándome en el sillón y me quedé unos minutos ahí parado hasta que la sala dejó de dar vueltas. Y aunque todavía sentía nauseas y estaba demasiado pálido, logré arrancarlo de en frente del televisor  y lo llevé a la plaza que quedaba a dos cuadras de casa y no regresamos hasta que se hizo de noche. 
Poco después murió Dora. Le dio una neumonía muy fuerte y no la resistió. En esos días que quedaron llevé a Nacho, pero no logré hacerla hablar otra vez. A la chica del geriátrico tampoco la vi más desde aquel sábado a la tarde. Nunca me puse a pensar qué significaba todo este asunto y tampoco me importó demasiado. A partir de ese día llevar a Nacho a la plaza fue como una actividad obligatoria, todos los sábados a la tarde, luego de la guardia, sin importar cuán cansado me encontraba. Si llovía, algo me inventaba. Rápidamente él se entusiasmó y me esperaba muy contento para salir corriendo al parque sin demoras. Y nunca regresábamos demasiado temprano. Me aseguraba de no volver de ningún modo antes de las seis de la tarde. Para la hora de la película de Dora. 

JC

xo-

~ My Chemical Romance is done. But it can never die. Because it is not a band- it is an idea. ~

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