"Las Bestias"

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Las Bestias


Primero
Se pasea de un lado a otro de la habitación como un animal enjaulado. De alguna manera no le parece que existe analogía más perfecta, más exquisita, para describir aquella situación. Pero ella no es la víctima esta vez. Esta vez no es la presa. Un relámpago surca el cielo plomizo y, mirando por la ventana, espera con anticipación el estrépito eventual del trueno.

Segundo
Una mujer vuelve de trabajar. Llueve como loco. Es tarde, pero “si quiere progresar en la vida debe sacrificarse ahora para disfrutar después”. O al menos eso se dice para soportar la rutina diaria y la enajenación que le produce el excesivo trabajo y el cansancio de vivir para los demás y no para ella misma. Es joven, pero aparenta serlo todavía más. Es guapa, y es por eso que la eligen. Decide doblar por la calle angosta a la vuelta de su casa para ahorrase unos cinco minutos bajo la lluvia. No ve las dos sombras que se le acercan por detrás. Antes de que todo termine se pregunta si realmente existe un Dios. Antes de que todo termine está segura de que no. Luego, está muerta.

Tercero
Escucha unos gemidos provenientes de la habitación contigua y recuerda que es el sexto día de su luna de miel. No sabe por qué, pero empieza a asomarse una sonrisa amarga en sus labios rojos y juveniles. La sonrisa crece exponencialmente hasta convertirse en una espantosa carcajada. De puro nerviosismo, la reprime todo lo que puede, pero no quiere que él  se la pierda. Corre hasta la habitación  y casi tropieza con la puerta cerrada. La abre y ahí está la bestia. La presa. Justo como lo había dejado. Él abre bien los ojos y se queda mirándola con un terror que no sintió jamás en su vida. Porque sí puede sentir miedo. Quizás todos los demás sentimientos los finge o los emula a la perfección. Pero el miedo…
Cierra la puerta y pasa por un espejo colgado de la pared. Retrocede unos pasos y se mira la cara. Ya casi no se ve el moretón que le provocó la bestia  unos días atrás. Pero los del resto del cuerpo sí. Porque por más que se contuvo– ella es testigo de que lo intentó– su naturaleza se lo impide. Aunque todo el asunto fue bastante precipitado, no duró más de tres meses, y eso le valió que su familia pusiera en duda definitivamente su cordura, primero se manifestó un poco de violencia verbal, y en menos de una semana pasó a la del tipo física.  Unos zamarreos, luego empujones, sopapos, y finalmente la esperada trompada. Ella lo soporta todo porque es parte del plan. Si se fuera ahora sólo sería una cobarde, otra presa más. Falta tan poco que no vale la pena desperdiciar tanto trabajo por algo tan banal como una herida que sanará eventualmente. En cambio hay otras que no sanan nunca, piensa. Y piensa en ella también. Fría, mojada, muerta. Muerta…

Cuarto 
Dos bestias en un callejón. Dos hombres en una calle angosta húmeda y oscura, y una mujer muerta. Uno siente el nerviosismo propio de matar a sangre fría. Esa adrenalina que se siente cuando se transgrede una norma o una ley. De complacerse con algo incorrecto, siniestro y no poder contener el aliento. El otro se agita, mira nervioso, sumiso, con miedo. No logra encajar lo que acaba de ver con lo que realmente hizo. Nada. Y eso está mal, piensa. Se toma las manos frenéticamente y se corre el pelo pegado en la frente por la copiosa lluvia. Que no para. Tartamudea, tropieza, se vuelve torpe ante la imposibilidad de aceptar los hechos. El otro lo mira con desprecio, pero piensa que sin audiencia no hay espectáculo. Le explica cómo son las cosas a partir de este momento y se aleja silbando una melodía conocida. No mira atrás. Ni una sola vez.

Quinto 
Comienza el show. Toma uno de sus dedos con la pinza y lo estira con todas sus fuerzas. Él empieza a respirar rápida y ruidosamente por la nariz. Se oye un sonido seco y en el dedo queda definida una nueva falange que lo posiciona en un ángulo para nada natural. Él quiere gritar, pero la mordaza se lo impide. Al llegar al pulgar, la bestia se desmaya.

Sexto
“Un día demasiado hermoso para un funeral”, se comenta. Nada que ver con las escenas hollywoodenses grises y tristes y con música de fondo afín. La temperatura asciende de manera agradable y hace que se pueda soportar el hecho de estar vestido completamente de negro. Lo que no soporta es el dolor... la sensación de que le arrebataron una parte de sí antes de tiempo. Siente abrazos, besos, palmadas suaves, como ajenos a su cuerpo. Se acerca al féretro, cerrado por pedido de la familia, ya que no hay maquillaje que logre tapar por completo las atrocidades perpetradas aquella noche lluviosa. Llora. Sí, llora, por primera vez en frente de todos, y aunque parezca fuera de lugar, se siente un alivio colectivo, porque ahora ellos piensan que se lo está tomando “de una manera más normal”. Como si eso realmente fuera una posibilidad. Pero ellos no saben; ni se imaginan los pensamientos más oscuros que le llegan como oleadas nauseabundas y que podrían ser parte de una pesadilla. La más terrible.

Séptimo
Pasaron meses. Casi un año. Es increíble como la continuidad del tiempo hace sentir que no venimos a este mundo para nada en concreto, piensa. El sol sigue saliendo, las personas siguen con sus vidas impunemente. Y esas vidas se van perdiendo una a una, a veces varias juntas al mismo tiempo, pero el resultado siempre es el mismo. Nada cambia.
Mira a través de la ventana. La tarde lluviosa parece increíblemente adecuada para un día como este, piensa otra vez.  La bestia atada en la habitación contigua, con una mano destrozada, y desmayada de dolor y miedo. Se va a tomar su tiempo. Va a disfrutarlo. Va a recurrir a todas las atrocidades y perversiones conocidas, “bueno, casi todas”, piensa, antes de que todo termine. Recorre la habitación con la mirada y se fija en una gotita de sangre en el suelo de madera. Sus ojos se mueven instintivamente a la pinza apoyada sobre una mesita con superficie de vidrio. Limpia. Algo anda mal y lo sabe. La bestia anda suelta.  Apenas lo ve por el rabillo del ojo, y la bestia ya se abalanza sobre ella.

Octavo
Un niño Juega solo en el pequeño jardín de su casa. Solo porque así lo quiere. Tiene 8 años y ya sabe que nadie lo entiende. Que nunca nadie lo va a entender. La madre ya sabe también, y no sabe qué hacer. A veces llora de noche hasta dormirse, ahogada en el fondo de su botella de alcohol barato. La mujer se levanta con un poco de dificultad; ya es casi de noche y debe salir a ganarse el pan. Tambaleándose, sale al jardín, para saludarlo. Apenas si puede mirarlo a los ojos e intenta no acercarse demasiado. Con una mueca de asco disimulada, le acaricia el pelo, se da media vuelta y se va. El niño sigue con su juego. Al rato, deja el cuchillo a un lado, se limpia la sangre de las manos en la remera, y entra a la casa a ver televisión. Piensa que en pocos minutos empieza el programa que le gusta. En el jardín, yace una masa informe de pelos y coágulos.

Noveno
Puro instinto. La bestia se siente amenazada y ataca a su agresor. Ella siente el puño en su mandíbula y una tremenda fuerza hace que sus pies dejen de sentir el suelo debajo. Rueda por el piso y aunque tarda en recomponerse, el dolor enlentece a la bestia. Se para, ágil y se corre a un costado justo cuando el hombre se le arroja encima otra vez. Choca contra una biblioteca y cae para atrás, todavía desorientado. Se toma la mano destrozada. Cómo mierda logró desatarse, piensa. Se da media vuelta, corre, y la situación se le está saliendo de las manos. No logra llegar a la puerta cuando un brazo fuerte la toma por el estómago y la deja sin aire.  Otro brazo bestial le rodea el cuello obligándola a mirar el techo. Jadea y siente que la visión se vuelve borrosa. Y Llora. Pero de rabia.

Décimo
Sube las escaleras en estado deplorable y el corazón le late desbocado. Piensa que es lógico que un edificio tan viejo todo esté de esa manera. Piensa en qué carajo está pensando. Sigue por un pasillo largo, iluminado por tubos fluorescentes, y pintado hasta la mitad de las paredes de un amarillo sucio, y luego blanco hasta el techo, altísimo. Pregunta si está yendo por el lado correcto. Le dicen que sí, y a la vuelta del pasillo, al lado de un ascensor íntegramente metálico de dimensiones monstruosas,  lee el cartel de letras rojas bien grandes. Sus labios silabean la única palabra sin emitir sonido. Le zumban los oídos. Entra y la recibe un joven vestido con un ambo verde y un guardapolvo inusitadamente limpio encima. Busca la foto dentro del bolso y se la muestra, desando que no haya necesidad de seguir adelante. El hombre mira la imagen hipnotizado durante unos segundos y, como dudando de su propia sanidad, la instiga a pasar sin dar explicación alguna. Sigue por una puerta doble, que le hace recordar a una cocina de algún restaurante al que va regularmente. Piensa de nuevo en qué carajo está pensando. Entra a una habitación y gira su cabeza hacia una ventana interior. La reconoce, no por su ropa, ya que no lleva nada puesto, sino por un tatuaje en su pie izquierdo. El rostro está tapado y ni se imagina por qué. Pero a diferencia de otras personas, quiere saberlo. Y cuando lo sabe, esa misma tarde, lo decide todo. Otro médico se le acerca, y esta vez la impresión es la misma que la del otro hombre al ver la foto, pero un poco disimulada. Ella confirma la identidad de la mujer que yace muerta en la fría mesa de la morgue del hospital y se da media vuelta. El hombre quiere preguntar pero no se anima. Ella se da cuenta.  Gemelas, logra articular al pasar junto a él y se retira reprimiendo las lágrimas.

Décimo Primero
Puro instinto. Logra, con las últimas fuerzas que le quedan, cerrar su puño en el muñón deforme y dolorido de la bestia. Inmediatamente la presión cede y se encuentra en el suelo tomándose la garganta y tosiendo mientras el aire se resiste a llenar sus pulmones. Estúpidamente intenta de nuevo acercarse a la puerta y escapar. ¿Escapar, ella?, ¿Es que ahora es la presa?, piensa. El hombre la agarra nuevamente, y la arroja del otro lado de la habitación. Al caer contra la mesita, se produce una lluvia de cristales y se golpea la cabeza contra una de sus patas. Sangra por un corte en la cabeza, y por una herida cortante en la pierna, pero no se da cuenta. Todavía en el piso y sin aire observa como los pies de la bestia se acercan lentamente, calculando el tiempo. Disfruta el impensado cambio de roles. Levanta la vista hacia él y está exhibiendo una sonrisa de una locura y perversidad extraordinarias. Ve que se agacha lentamente sin despegarle la mirada ni un momento y toma la pinza que había quedado en el suelo luego de que se destrozara la mesita. Esto no puede terminar así, piensa. Desesperada mira alrededor en busca de algún arma. Cualquier cosa. La bestia se guarda la pinza en el bolsillo del pantalón y se acerca. Lentamente. Baja la mirada y aprieta con fuerza los puños en el suelo. El hombre le levanta la cabeza suavemente del mentón y le acaricia la mejilla con una sonrisa dulce. Luego ve que su cara se vuelve feroz y los atisbos de una locura profunda empiezan a dibujarse en su rostro. Siente que la toma del  pelo y con increíble fuerza, la lanza sobre los restos de la mesita. Se corta la mano al aterrizar sobre un vidrio. Ahora ve que se acerca con la pinza en la mano sana. Se aleja, sentada como está, hacia atrás y siente que su espalda choca con algo. Gira la cabeza para ver de qué se trata. El corazón se le acelera a medida que lo ve acercarse más y más. Muy lentamente, esta vez. Cuando la bestia está lo suficientemente cerca toma la pata de la mesa con ambas manos y lo golpea de lleno en la cara. Una astilla de vidrio de cinco centímetros todavía adosada a la pata se le clava en el ojo, y observa cómo se le arquea la espalda de dolor y se lleva las dos manos (el muñón y la otra, dejando caer la pinza) hacia el rostro.  Aprovecha para pararse y conferirle un segundo golpe en la cabeza y la bestia cae pesadamente al suelo. Se queda un rato con el arma improvisada en las manos. Los nudillos blancos de la fuerza. Hasta que su respiración se normaliza. Esta vez no se escapa, piensa. Y, muy a su pesar, sonríe.

Décimo Segundo
Un hombre yace en la cama con un proyectil alojado en el cerebro. Se sorprende que no muera rápidamente. Todavía puede ver como su pecho sube y baja, a un ritmo cada vez más lento. Pero que no cesa. Se vuelve a vestir con esas ropas que tanto odia y se arregla el pelo y se quita un poco del maquillaje excesivo mirándose en el espejo de aquel hotel barato al costado de la ruta. Le resulta denigrante explicar cómo obtuvo la información para dar con la primera bestia. Porque a un hombre se le puede sacar lo que sea de dentro de los pantalones, piensa.  Porque el que busca encuentra y no sabe qué otras estupideces más, piensa. Pero, ulteriormente, vale la pena. El hombre, ladrón de poca monta, demasiado estúpido para hacer algo a lo grande, pero con suficiente suerte como para mantenerse con vida. Hasta ahora. Un  adicto al sexo por dinero barato y las drogas más dañinas que existen. Un cobarde por naturaleza, además. Recuerda que al acercarle el arma a la cabeza se orina encima. Y habla. Lo dice todo. Y se disculpa. Pero le suenan a palabras vacías y de todas maneras dejarlo ir nunca fue una opción. Y ahora yace moribundo en cualquier lugar. A la mañana siguiente lo encuentran muerto, y se sugiere un ajuste de cuentas. Le da lo mismo. Cualquier excusa es buena. Inepta policía, piensa. Y comienza la segunda parte de su propósito. Encontrar a la bestia. Porque este último es otro tipo de bestia. Sino aún peor.
 Lo encuentra. Lo estudia. Lo seduce. La bestia no se acuerda. Psicópata de mierda, piensa. No sabe si lo dice por él o por ella misma. Aguanta que le haga las mismas cosas, pero esta vez consentidamente. Las mismas manos. El mismo sexo. La misma repugnancia. El mismo rostro que vio antes de morir. Y ya no siente nada. Está entumecida de pies a cabeza. La violencia no se hace esperar. Pero ella sigue y le da más fuerzas. El tiempo pasa y ya es el quinto día de su luna de miel. Dice que sale a comprar algo para la cena. Llega a la ferretería y compra una pinza. Grande, le pide a la vendedora. La prueba con su mano y el dedo entra perfectamente. La mujer la mira extrañada, pero es discreta y le cobra y la deja ir sin más.  Pasa por una tienda de construcción y compra cinta adhesiva. Esa plateada, bien resistente. En otro lugar compra una soga gruesa. Y listo. Ya se fijó y en la cocina hay cuchillos; mientras menos afilados, mejor. Y en su cartera siente el tranquilizador  peso del Smith & Wesson calibre .38.

Décimo Tercero
No sabe cómo se escapó. Pero tampoco le interesa saberlo. En el estado de ira en el que está, piensa en cortarle todos los dedos. Pero teme que sea demasiada la pérdida de sangre, junto con el agujero negro que tiene ahora en donde se encontraba el ojo izquierdo. Mientras la bestia está inconsciente le rompe los dedos de la otra mano. Va a la cocina y toma un cuchillo. Recién a la vuelta se fija en la habitación hecha un desastre por la pelea. Hay astillas y cristales rotos por todos lados. Y sangre. En especial de la bestia, pero también de ella. Está tan absorta en lo que debe hacer a continuación, que no escucha (o no quiere escuchar) los repetidos golpes a la puerta ni la voz del encargado avisando que  va a llamar a la policía, alertado por los ruidos y los gritos. Se dirige a la habitación. Comienza con un pequeño corte en el brazo. Nada. Se enfurece. Le hace un corte bastante profundo atravesando el pantalón, a la altura del muslo. La herida empieza a sangrar profusamente. La bestia sigue sentada, con la cabeza colgando entre los hombros. La levanta del pelo y le corta la mejilla desde el ojo inutilizado hasta la altura de la nariz. El hombre se despierta instintivamente y corre violentamente la cabeza hacia atrás, golpeándose contra el respaldo alto de la silla a la que está atado. Con todos los músculos tensos se aleja lo más que puede de ella. La respiración se le vuelve agitada y la cinta adhesiva alrededor de su boca amortigua gritos e insultos. Le pregunta si cree que existe un Dios. La bestia abre bien grandes los ojos. Lleva su mano hacia la espalda y extrae el revólver. Se lo apoya en la frente sosteniéndolo con las dos manos, que tiemblan demasiado. Y lo siente Frío. Mortalmente frío. Le dice que no existe un Dios realmente. Que sus Dioses son ahora los cinco proyectiles dentro del tambor. Y todos llevan su nombre. Cierra los ojos y aprieta el gatillo una vez. Y otra. Y otra... Y de repente se descubre accionando el arma redundantemente, pero ésta sólo emite unos lastimosos chasquidos metálicos. Abre los ojos. La pared se encuentra salpicada de sangre alrededor de un pequeño hoyo oscuro, y un poco más arriba se observan cuatro orificios similares. La cabeza del hombre cuelga y hace que se parezca a un grotesco muñeco de trapo. Mira al suelo y nota que entre los pies de la bestia no dejan de aparecer pequeñas gotas de sangre. Deja caer el revólver. Oye un ruido seco amortiguado por la alfombra. Se sienta en el suelo, dándole la espalda al cadáver de la bestia. A lo lejos se escuchan las sirenas. Se rodea las piernas con los brazos. Ya escucha las pisadas pesadas fuera de la habitación. Y en el aire se percibe el sutil olor de pólvora y muerte. Y venganza. Inconfundible. 

Fin.

JC



xo- 

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